Lucía , junio de 1999
He decidido que tras terminar mis estudios de magisterio debo irme y empezar una nueva vida en otro lugar. Tengo ganas de emanciparme, de vivir sin la protección de mis padres, de saber si soy capaz de cuidar de mí misma, de trabajar mientras preparo mis oposiciones. El lugar escogido es Valencia. Creo que allí tendré más facilidades para conseguir un trabajo enseguida y, además, es uno de los sitios, dentro de la península, donde se convocan mayor número de plazas para educación.
Sin embargo, y a pesar de mis ganas, no me atrevo a ir sola y he convencido a mi hermana y a un amigo de la pandilla para acompañarme en esta aventura. Ella acaba también de finalizar sus estudios de economía y Manuel está en el paro por lo que es un buen momento para los tres.
Dejaremos atrás un montón de cosas, la familia, nuestros amigos y amigas, la vida de estudiante, nuestra ciudad, y todo lo conocido hasta ahora.
La relación de mi hermana con Héctor terminó hace a penas dos meses. Ha sido una historia de dolor, humillación y desamor. Al final ha llegado el desengaño que ha abierto sus ojos y le ha dado fuerzas para comenzar de nuevo y ponerle fin a lo que, en mi opinión, no debió comenzar jamás.
El pasado fin de semana nos volvimos a reunir toda la pandilla como llevamos haciendo desde hace ya varios años. Hicimos una cena para contarles a todos nuestros planes y despedirnos, aunque no somos muy conscientes de ello. Es muy posible que pasen meses antes de que podamos volver a encontrarnos, todos juntos, otra vez. Los sentimientos se confunden entre la ilusión por el cambio que se avecina y a cuyo abismo nos lanzamos totalmente a ciegas con la fuerza que nos da la fe en un futuro de mejor y, sobre todo, la dicha de no hacerlo solos, y el miedo a los cambios que nos esperan. Manuel tiene mucha confianza en nosotras, nos profesamos un cariño de hermanos desde hace mucho tiempo. Es tan fácil quererle. Yo, me llevo todo lo que necesito, me llevo a mi hermana ya sin ataduras ni compromisos que la alejen de mí. Creo que si ella no hubiera secundado mi plan, me hubiera echado atrás; soy capaza de separarme de todo menos de ella. Después de su pasada historia me he dado cuenta de la importancia que tiene en mi vida. Todo el mundo pensaba desde niñas que ella era la que dependía de mí y buscaba mi protección de hermana mayor, pero la vida me ha hecho ver que puede que sea justo al revés.
En cuanto a Julio, mi Julio, al que he tenido a mi lado en lo bueno y en lo malo todos estos años queriéndome a pesar de la distancia que siempre, sin pretenderlo, he mantenido con él, la noche de la cena ha estado aún más cerca de mí que de costumbre, me ha preguntado, lleno de melancolía, hasta cuándo durará lo nuestro. Le ha desgarrado el alma mi decisión. Una decisión que nos separa no solo físicamente. No he sabido qué responder y le he prometido estar ahí, con él, aún en la distancia. Pero ambos sabemos que la distancia hará más complicada una relación de por sí diferente a cualquier otra por lo poco convencional. Él no puede acompañarme. Acaba de encontrar su primer empleo importante, tiene muchas posibilidades de quedarse en la empresa en pocos meses y yo, por nada del mundo le pediría que lo dejase todo por mí. Tampoco él ha insistido en que no me vaya porque sabe que de nada serviría, me conoce demasiado bien.
No voy a negar que me duele esta separación, que me voy con la idea de volver a verle muy pronto y con la certeza de que estaremos en contacto cada día.
En todos estos años he intentado evitar situaciones íntimas entre nosotros. Ha habido muchos besos sí, muchos y cálidos abrazos en los que perderme y que dejaban en mi cuerpo la sinceridad de unos sentimientos mutuos y profundos, pero he sabido cambiar de rumbo la situación en cuanto ha aparecido la tensión sexual. Se que le atraigo mucho y eso le empuja, como es natural, a acercarse a mí físicamente; me abraza en cuanto aparece la más mínima oportunidad y me acaricia como solo a él le permito. Acepto sus muestras de cariño con mucho agrado, pero me violenta sobre manera su excitación. Nunca lo hemos hablado, jamás me ha recriminado nada. Estoy convencida de que sabe que mi rechazo no es hacia él sino hacia el sexo. Quizá aún no estoy preparada, quizá estoy demasiado implicada en construir mi futuro y no pienso en nada más. Si lo nuestro es un noviazgo, parece estar hecho a la medida para mí. Ningún otro hombre hubiese seguido a mi lado en estas condiciones.
Aún recuerdo la noche que se atrevió a pedirme que fuésemos al cine él y yo solos por primera vez. Ambos habíamos tomado unas copas y, a pesar de ello, sentí el rubor subir por mis mejillas. Le dije que sí inmediatamente y sin pensar, temiendo que esperar un minuto para contestar pudiera cambiar mi respuesta o permitiera un asomo de duda que le hiciera sentir mal por su osadía. Fue toda una sorpresa y suponía una novedad en nuestra relación, pensé entonces que incluso podría ser un avance y me asusté ante esta posibilidad. Sin embargo, a pesar de temblar de inseguridad y de no sentir ni la más mínima ilusión, se lo conté de inmediato a mis amigas, entre ellas mi hermana, amparándome en el bullicio del local de copas atestado de gente a esa hora. Hubo revuelo general y temor por mi parte de que Julio se enterara de mi confidencia pudiendo interpretarla erróneamente como grata emoción por mi parte. No quería que se ilusionara con la idea de una declaración de amor tras una supuestamente romántica sesión de cine al estilo más tradicional y arcaico.
Concretamos la cita para un par de días más tarde. La sensación que puedo recordar más vivamente es la de angustia. Angustia ante la posibilidad de una declaración por su parte sabiendo yo que mi respuesta sería negativa. ¿Por qué estropearlo todo intentando encajar en un formato estándar de relación de pareja? Julio me daba todo cuanto yo necesitaba por el momento de un hombre, aunque siempre temí que eso no sería así indefinidamente, ya que tal vez no fuese lo mismo para él y a pesar de no haber dado nunca indicios de frustración, impaciencia o incomodidad a mi lado. Y si no era éste el motivo ¿qué otro podría haber?, si a los dos nos gustaba vernos rodeados de nuestros amigos y amigas de siempre, compartiendo juegos, risas y buenos ratos unos con otros sin que ello nos impidiera estar juntos en nuestro pequeño universo privado mientras lo demás ocurría a nuestro alrededor. Nadie sabe, ni siquiera mi hermana, de aquel conflicto interno que me ahogaba día y noche pensando qué le iba a contestar si ocurría lo peor. No quería que el no sonara a rechazo pero dar un sí suponía entrar en un nivel totalmente desconocido para mí. De ninguna manera me veía quedando todas las tardes con él para pasear o lo que fuese, la sola idea me aburría. Temía tener que responder forzosamente a sus besos que serían mucho más frecuentes y apasionados en cuanto le diéramos nombre oficial a nuestra relación. Inmersos en el noviazgo deberíamos pensar en enojosos aspectos como los métodos anticonceptivos ya que, se supone, comenzaríamos a mantener encuentros sexuales. Todo esto me horrorizaba tanto como el hecho mismo de pensar sin descanso en ello. ¿Era normal darle tantas vueltas a un acontecimiento tan natural y humano? ¿Por qué tanto miedo, tantas dudas? En el fondo me arrepentía terriblemente de haberle dicho que sí la pasada noche y de haberme, con ello, metido en la boca del lobo. Yo que tan hábil he sido siempre para escapar de situaciones comprometidas. A pesar de todo esto, había en mi interior un diminuto y a penas perceptible atisbo de sensatez que me obligaba a no dar una excusa de última hora para acudir al encuentro. Y es que quería convencerme de que todo se me pasaría en cuanto le tuviese en frente, que todo fluiría y el cariño y confianza que hay entre nosotros disiparía todas las dudas haciéndome sentir ridícula y aliviada al fin. Me dije a mí misma que acabaría por enamorarme como cualquier otra mujer de mi edad y que era tiempo lo único que necesitaba, que Julio jamás me forzaría a nada que yo no quisiera y que el hecho de formalizar la relación no tendría por qué cambiar tan radicalmente las cosas.
El día llegó. Nos encontramos en la puerta del cine donde él me esperaba resguardado de la lluvia que caía aquella tarde otoñal. Ambos llevábamos pesados abrigos para el frío y decidimos tomar un café antes de que comenzara la sesión. En la mesa se creó cierta tensión que ambos notamos y que nos impedía iniciar una conversación fluida y coherente. Fueron los diez minutos más largos de mi vida. A la hora de pagar Julio se levantó caballerosamente y quiso invitarme al café. Yo no tenía muy claro si en aquellas circunstancias era prudente o no permitirlo aunque no era algo extraordinario ya que siempre ha sido muy generoso y atento con los amigos y amigas que aún no tenemos trabajo. Salí de aquella cafetería con ligereza y sabiendo que, al menos durante la próxima hora y media de duración de la película, no tendríamos ocasión de hablar. No pedimos palomitas, ni bebidas, ni tan siquiera nos lo planteamos. Parecíamos estar a años luz de distancia el uno de el otro flotando en aquella atmósfera ajena y tan diferente a la nuestra, que nos ahogaba. Le noté extrañamente desconocido. De haber sido ya una pareja de novios, cualquiera hubiera dicho que no pasábamos por nuestro mejor momento. A penas un par de comentarios en la sala, un par de miradas de reojo, seguramente para constatar el grado de sopor que pudiera producirnos la proyección, una sonrisa para aliviar tensiones y, nada más.
La sensación de angustia volvió a mí como una bocanada de aire gélido al acabar la sesión. Inconscientemente, casi en un acto reflejo, me envolví en mi abrigo antes de salir siquiera de la sala en un intento infantil de hacerme invisible a sus ojos. Esperamos en fila a que la multitud despejara el pasillo que conducía a la salida del cine y, una vez allí, uno al lado del otro, nos miramos interrogativamente. Sin pronunciar palabra comprendimos que la posibilidad de ir a otro sitio a charlar y tomar algo se esfumaba y que ningún intento por nuestra parte cambiaría eso. Me pareció ver en sus ojos un brillo entre desencanto y decepción y le vi abandonar toda esperanza de hablar conmigo. Supe también que nunca más volvería a intentar otra cita a solas. Ninguno de los dos nos sentimos cómodos en aquella situación y no puedo explicar por qué. Tal vez mi frialdad inusual, la dificultad para encontrar un tema de conversación agradable, como lo son siempre entre nosotros, mi postura corporal seguramente rígida y distante, un cúmulo de cosas que convirtieron aquella cita en un completo desastre del que después no hubo nada bueno que comentar. Él me traspasa hasta lo más profundo de mi conciencia y siempre supe de su capacidad para leerme el pensamiento, estoy segura que, aún sin hablar, vio en mí la negativa a cualquier propuesta que pudiera hacerme en ese momento. Soy así, una imbecil egoísta e insegura que no sabe lo que quiere. Esa noche lloré, lloré por mí, lloré de rabia y de impotencia aún sintiendo en mi alma el alivio de haber evitado lo peor.